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Fragmento extraído del libro La rebelión de los brujos, 1970

Por Jacques Bergier y Louis Pauwels

La música del baile de los gigantes

En el siglo V de nuestra Era, Aurelius, heredero del trono bretón, quiso levantar un monumento a la memoria de sus hombres muertos por los sajones. Llamó a Merlín el Encantador, astrólogo y mago.

Merlín le dijo:

«Si deseas realmente honrar la sepultura de esos hombres con una obra que desafíe a los siglos, manda a buscar el Baile de los Gigantes, a Killaraus, montaña de Irlanda. Allí se levanta un monumento de piedras como nadie podría edificar en nuestros días, a menos que fuese infinitamente poderoso. Pues esas piedras son enormes, aunque jamás se vieron otras que tuviesen tantas virtudes y ocultasen tantos misterios…».

Aurelius envió un ejército. Los soldados no pudieron mover los bloques y robar el Baile de los Gigantes. Entonces, Merlín pronunció unas fórmulas mágicas, y las piedras se tornaron ligeras y fueron fácilmente transportadas hasta la costa, embarcadas y llevadas a Stonehenge, en la meseta de Salisbury, «donde permanecerán por toda la eternidad».

Así se menciona por primera vez, en la fantástica y maravillosa Historia de los Reyes de Bretaña, de Geoffroi de Monmouth, que data de 1140, este conjunto de piedras areniscas y calcáreas que constituye, entre Gales y Cornualles, el más asombroso de todos los monumentos megalíticos. Durante cinco siglos, se aceptó la leyenda de Geoffroi de Monmouth. En 1620, el rey Jacobo envió al arquitecto Iñigo Jones para que estudiase Stonehenge, y éste llegó a la conclusión de que se trataba de un templo romano. Samuel Pepys declara, en su Diario, que tales piedras «valían el viaje». «¡Sabe dios para qué podían servir!».

El primer investigador de Stonehenge fue John Aubrey, anticuómano y renombrado ladrón de vestigios prehistóricos, a quien debemos muchos chismes sobre la vida de Shakespeare. Él fue quien hizo los primeros descubrimientos topológicos y observó las alineaciones de agujeros y los círculos concéntricos de piedras levantadas. Según Aubrey, Stonehenge tiene un origen druídico. A la misma conclusión llegó, un siglo más tarde, otro anticuómano, el doctor Stukeley, amigo de juventud de Isaac Newton.

Las excavaciones sistemáticas empezaron en 1801. Cunnington excavó al pie de la Piedra del Sacrificio; no encontró nada, y dejó allí una botella de oporto, dedicada a los arqueólogos futuros. Exactamente cien años más tarde, el profesor Gowland descubrió, bajo la capa romana, ochenta hachas y martillos de piedra, que daban fe del origen, varias veces milenario, del Baile de los Gigantes. En 1950, el carbono 14 permitió establecer la fecha de los agujeros de Aubrey: 1848 antes de J. C.

¿Qué era esta construcción compleja del neolítico? ¿Para qué podía servir?, según se preguntó Samuel Pepys. El plano completo, reconstituido por los arqueólogos, revela, a través de las ruinas y del desorden producido por los siglos, una estructura rigurosa: Una circunferencia de 115 metros de diámetro, delimitada por un foso flanqueado por dos taludes, uno interior y otro exterior, y sin más que un pasillo para la entrada. Casi inmediatamente, y concéntrico a aquélla, un círculo de 56 agujeros, llamados «agujeros de Aubrey». Incrustado en este círculo, y perpendicular a la entrada, un rectángulo delimitado en los cuatro ángulos por piedras de las que sólo subsisten dos. Un círculo de 31 metros de diámetro, compuesto de treinta piedras de 25 toneladas cada una, unidas las unas a las otras por dinteles y formando, en consecuencia, una serie continua de dólmenes. Un círculo de 59 piedras. Una herradura orientada hacia la entrada y compuesta de diez bloques, cada uno de los cuales pesa unas cincuenta toneladas, y que están unidos de dos en dos por dinteles horizontales, formando, pues, cinco dólmenes. Una herradura de diecinueve piedras. Tres monolitos o menhires, uno en el centro, otro en la entrada y el tercero en el exterior del foso y colocado en medio del pasillo de acceso. Por último, prácticamente invisibles sobre el terreno y en parte conjeturales, entre los agujeros de Aubrey y las treinta piedras de 25 toneladas, dos círculos compuestos, el uno, de 30 agujeros, y el otro, de 29.

Gerald S. Hawkins, profesor de Astronomía de la Universidad de Boston, es de origen inglés. Volvió al país hace algunos años, destinado a una base experimental de misiles, en el sudoeste inglés, en Larkill. Esto se encuentra muy cerca de Stonehenge. Lo visitó, como hacen trescientos mil turistas todos los años. Le explicaron que, si uno se coloca en el centro del monumento, en la mañana del solsticio de verano, ve levantarse el sol sobre una de las piedras colocadas en lugar separado, la Heel Stone.

Lo comprobó con sus propios ojos. Después, empezó a formularse preguntas. Y el astrónomo se convirtió en arqueólogo. Más tarde, Fred Hoyle verificaría los cálculos de Hawkins, quien, en una obra publicada en Nueva York en 1965, confirmó su primera intuición: aquellas hileras de piedras constituían un observatorio astronómico complejo. Un primer examen le convenció de que había al menos un centenar de alineaciones posibles. ¿Cómo distinguir las que significaban algo? Habría tardado muchos meses en descifrarlo. Hawkins buscó la ayuda de un ordenador, cariñosamente bautizado con el nombre de «Oscar», al cual proporcionó, de una parte, las alineaciones posibles de Stonnehenge, y, de otra, las posiciones clave (ortos, puestas, culminaciones, etcétera) de los principales cuerpos celestes: Sol, Luna, planetas, estrellas. «Oscar» empezó, pues, a señalar lo que veía en el cielo, en tal mes, en tal día, a tal hora, entre tal y cual megalitos. El resultado fue sorprendente.

Si bien los planetas y las estrellas aparecían completamente desdeñados, Stonehhenge permitía, en cambio, registrar todas las posiciones significativas de la Luna y del Sol, y seguir sus variaciones estacionales. Los gráficos y cuadros establecidos por Hawkins no dejaban lugar a dudas. «Oscar» acababa de explicar para qué servían los megalitos. Pero en Stonehenge hay algo más que megalitos: los constructores que levantaron piedras, excavaron también el suelo. 56 agujeros de Aubrey. 30 agujeros. 29 agujeros, 56, 30, 29… ¿A qué podían corresponder estos números?

Una vez planteado el problema, los datos eran bastante sencillos: al parecer, los hombres de Stonehenge sólo habían dedicado su atención al Sol y a la Luna. Las salidas, las puestas y las culminaciones de cada uno de estos astros son, ciertamente, dignas de interés. Pero aún lo son más los espectaculares fenómenos en que el Sol y la Luna se encuentran: los eclipses. La Astronomía moderna se dedica menos a la observación de los ritmos que a la fisiología de los mecanismos. Pero Hawkins se acordó del «año metódico».

El astrónomo griego Metón observó que, cada diecinueve años, la Luna llena caía en las mismas fechas del calendario solar, y que los eclipses obedecían al mismo ciclo. En realidad, no son exactamente diecinueve años, sino 18,61 años, por lo que hay que suplir esta diferencia al establecer un calendario regular (como hacemos nosotros con el día complementario de los años bisiestos). Al redondear la cifra a 18 ó 19, el error se pone rápidamente de manifiesto. Pero, formando un ciclo más grande, a base de este pequeño ciclo metódico rectificado, ora a 18, ora a 19, se consigue una exactitud valedera durante siglos.

La aproximación más satisfactoria, según nos muestra rápidamente el cálculo, es un gran ciclo de 19 + 19 -1- 18. Sumad. Obtendréis 56. El mismo número de los agujeros de Aubrey. (Observemos, de paso, que el número 56, que vemos aparecer en esta ocasión por vez primera en la historia de la Humanidad, es el número de la alquimia, la masa del isótopo estable del hierro) Hawkins, no contento con haber descubierto este hecho, imaginó que el círculo de Aubrey, asociado a los megalitos, permitiría, quizá, la previsión de los eclipses. Se calcularon las fechas de los eclipses que tuvieron lugar en la época de la construcción de Stonehenge. «Oscar» fue puesto de nuevo a contribución. Y, una vez más, la conclusión fue positiva: un sistema de piedras desplazadas a lo largo del círculo de Aubrey permitiría prever los años de eclipses. ¿Y los días? El mes lunar es de 29,53 días. Dos meses lunares forman, pues, una cifra redonda de 59 días, que coincide con la suma de los 30 y los 29 agujeros.

También coincide con otro círculo, que no hemos mencionado hasta ahora porque es casi enteramente conjetural, y que se compondría de 59 piedras azules… Hawkins, especulando con los 56 agujeros de Aubrey, los 30 y los 29 agujeros, y la Heel Stone (todas las observaciones deben hacerse a base de este menhir), consiguió, no solamente encontrar las fechas exactas de los eclipses producidos en la época de la construcción, sino también calcular, por ejemplo, la fecha de nuestra fiesta movible
de Pascua, supervivencia cristiana, según sabemos, de una antigua tradición pagana. Stonehenge es, pues, un observatorio y un calendario.

Hasta ahora, y que nosotros sepamos, nadie ha rebatido la tesis de Hawkins. Por otra parte, el cálculo de probabilidades indica que sólo hay una probabilidad entre diez millones de que aquellas significativas alineaciones sean pura coincidencia. A pesar de todo, el enigma de Stonehenge no está resuelto; sino que los problemas materiales y culturales que plantea la construcción de este monumento, de una parte, y las características heterodoxas del fenómeno megalítico del que forma parte Stonehenge, de otra, resultan sumamente embarazosos para los prehistoriadores. Por consiguiente, se prefiere ignorar Stonehenge.

Abramos, por ejemplo, uno de los más recientes manuales de Prehistoria publicado en Francia bajo la dirección de uno de nuestros especialistas, que gozan de justo renombre. El libro consta de 350 páginas de densa tipografía. En el índice de los lugares prehistóricos que se mencionan en la obra, constan docenas y docenas de nombres. El de Stonehenge brilla por su ausencia.

Las rocas que componen el monumento no fueron extraídas del subsuelo inmediato. Las piedras azules, que pesan, por término medio, cinco toneladas cada una, provienen de una mina situada a unos cuatrocientos kilómetros. El transporte debió hacerse por mar y por tierra, y cruzando algunos ríos. Pero ¿por qué medios? Otros bloques pesan de 25 a 50 toneladas. Las canteras de las que fueron extraídos están más próximas a Stonehenge.

Pero hubo que arrancarlas del subsuelo, transportarlas, tallarlas. Todas las piedras aparecen trabajadas por la mano del hombre, sobre todo las que muestran cierta curvatura para corregir la ilusión óptica (si fueren completamente rectilíneas, se verían cóncavas). Después, hubo que levantarlas, y, por último, colocar las piedras transversales de los dólmenes. Todo ello con precisión centimétrica, si admitimos la finalidad astronómica demostrada por Hawkins. Una operación que ni siquiera hoy sería fácil. Y esto sin contar los cálculos teóricos fundados en leyes matemáticas, físicas y mecánicas. Hoy se da por cierto que Stonehenge fue construido en varias veces, durante un período comprendido entre los años 2000 y 1700 antes de J. C., aunque la primera implantación pudo ser aún más remota. Ahora bien, la Prehistoria pretende conocer perfectamente a los hombres que poblaban en aquellos tiempos las islas anglosajonas. Son los de la Edad de Piedra, que pronto conocerán el cobre y el bronce, y que empiezan a practicar la ganadería y la agricultura.

Culturalmente, aparecen claramente subdesarrollados en relación con las grandes civilizaciones mediterráneas de la misma época. Se intentó rehacer la construcción de Stonehenge con los únicos métodos primitivos que admite la ortodoxia, y se llegó a conclusiones difíciles de aceptar: se habrían necesitado millones de jornadas de trabajo, es decir, generaciones enteras dedicadas a la edificación del monumento. Ahora bien, Stonehenge no es único, sino que forma parte de un vasto conjunto. En un radio de una veintena de kilómetros, encontramos otros crómlechs, algunos de ellos gigantescos, como el de Avebury (el crómlech más grande conocido: 365 metros de diámetro); círculos de agujeros en los que se han encontrado vestigios de madera; un monumento concéntrico, llamado «Santuario»; túmulos funerarios enormes; un rectángulo delimitado por un foso de 2800 metros de longitud por 90 de anchura; un promontorio artificial de 500 000 metros cúbicos; un círculo gigantesco de 450 metros de diámetro; una excavación en forma de embudo, con una profundidad de 100 metros: avenidas anchas como autopistas… Existen megalitos en todo el mundo. Ninguno de los cinco continentes carece de ellos. Se ha querido ver en todos ellos una intención funeraria. Y, ciertamente, hay numerosas sepulturas. Cierto, también, que, incluso en Stonehenge, se han encontrado cenizas y osamentas entre los crómlechs o las otras alineaciones. Pero el hecho de que haya cementerios junto a las iglesias no quiere decir que las iglesias sean, por ello, sepulcros.

Los megalitos aparecen extrañamente repartidos: en grupos separados, desligados unos de otros, nunca lejos de las costas, dotados de características semejantes. El fenómeno parece haberse producido únicamente durante la primera mitad del segundo milenio antes de nuestra Era, y haber cesado bruscamente, sin dejar más huellas que leyendas que aún perduran en nuestros días.

Hawkins hizo otra observación: Stonehenge se encuentra en la estrecha porción del hemisferio Norte donde los acimuts del Sol y de la Luna, en su declinación máxima, forman un ángulo de 90 grados. El lugar simétrico, en el hemisferio Sur, serían las islas Malvinas y el estrecho de Magallanes. ¿Sabían los constructores de Stonehenge calcular la longitud y la latitud? Parece como si unos «misioneros», portadores de una idea y de una técnica, partidos de un centro desconocido, hubiesen recorrido el mundo. El mar habría sido su ruta principal. Estos «propagandistas» habrían establecido contacto con ciertas poblaciones, y no con otras. Esto explicaría los «huecos» o zonas de menor densidad en el reparto, así como el aislamiento de ciertos focos megalíticos. Esto explicaría también cómo y por qué se superponen los monumentos megalíticos a la civilización neolítica. Y daría, asimismo, explicación a todas las leyendas que atribuyen la construcción a seres sobrenaturales. Sabríamos, al fin, por qué unos hombres capaces de colocar verticalmente bloques de 300 toneladas, y de levantar piedras planas de 100 toneladas, no nos dejaron otras muestras de su prodigiosa habilidad. Las sagas irlandesas hablan de gigantes del mar, agricultores y constructores. La literatura griega alude a los «hiperbóreos» y a sus templos circulares, donde Apolo, dios del Sol, se aparece cada diecinueve años…

En realidad, todo lo que sabemos acerca de los megalitos y, sobre todo, del conjunto de Stonehenge, que es el más completo y más estudiado, deja entrever el paso de una civilización ajena al curso normal de la Prehistoria. Un mundo de conocimientos superiores señala su paso, durante algunos siglos, y, después, desaparece. El problema de Stonehenge, como el de todos los monumentos megalíticos, no termina aquí. Nadie duda, en la actualidad, de que estos monumentos son estructuras complejas, bases e instrumentos de conocimiento. Como nadie duda de que el arte parietal (lo veremos en el curso de esta obra) expresa una metafísica.

En fin, todo lo que sabemos del lenguaje en los pueblos primitivos nos invita a considerar éste como una función a la que la mente humana, incluso la «no civilizada», atribuye un valor privilegiado. Geneviève Calame Griauie, en su estudio sobre los dogones (Ethnologie et Langage: La Parole chez les Dogons, 1965), población del sudoeste del Níger, observa que, para este pueblo, la palabra «so», con que se designa el lenguaje, significa también. «La facultad que distingue al hombre del animal, la lengua en el sentido exclusivista del término, la lengua de un grupo humano distinta de la de otro, la palabra a secas, el razonamiento y sus modalidades».

En fin, la palabra es, en todos los «primitivos», sinónimo de acción emprendida y clasificación de la creación. Es el hacer y el saber, la acción sobre el mundo y la visión del mundo. «Porque el mundo está impregnado de la palabra, y la palabra es el mundo, los dogones elaboran su teoría del lenguaje como una inmensa arquitectura de correspondencias entre las variaciones del razonamiento individual y los acontecimientos de la vida social». Hay 48 tipos de palabras descompuestas en dosveces 24, número clave del mundo.

Así, a cada palabra corresponde un acto, una técnica, una institución o un elemento de la creación. Así, en el hombre de las edades remotas, la palabra es un vasto conjunto combinatorio, un cálculo universal cargado de valores, de posibilidades de acción y de recuentos, un depósito de conocimientos revelados y un material complejo para actuar sobre la realidad. Los bambaras sudaneses distinguen una primera palabra aún no expresada, el «ko», que forma parte de la palabra primordial de Dios, y una palabra humana, dotada de un sustrato material que es el cuerpo, el conjunto de los órganos del cuerpo, y por el cual tiene el hombre «dominio» sobre el lenguaje.

El elemento lingüístico es tan material como el cuerpo que lo produce, y los sonidos primordiales, en relación con los cuatro elementos cósmicos —agua, tierra, fuego y aire— reengendrados en las entrañas, producen el verbo que «nacerá» entre los dientes. En su obra sobre El lenguaje, ese desconocido, Julia Joyaux refiere una leyenda melanesia sobre el origen del lenguaje y su relación con el cuerpo visceral: El Dios Gomawe estaba paseando cuando tropezó con dos personajes que no sabían responder a sus preguntas, ni siquiera expresarse. Pensando que esto se debía a que tenían el cuerpo vacío, fue a cazar dos ratas, a las que arrancó las entrañas. Volvió junto a los dos hombres, les abrió el adbomen y metió allí los intestinos, el corazón y el hígado de las ratas. Inmediatamente, los dos hombres empezaron a hablar. «¿Cuál es tu vientre?» significa «¿Cuál es tu lengua?».

Conviene retener dos ideas. La primera, que el lenguaje se concibe, en su expresión a través del hombre, como una realidad material, y que lanzar una palabra es un acto tan transformador como arrojar una flecha o una piedra. La segunda, que el Verbo Idea preexiste al lenguaje-víscera; que hay una palabra primordial de Dios. De suerte que, por ejemplo, para los bambaras, el hombre áfono se remonta a la edad de oro de la Humanidad. Lo cual, en esta concepción, no significa ausencia de lenguaje, sino conocimiento y comunicación sin sustrato sensible. Además, encontramos en numerosos «primitivos» teorías extraordinariamente refinadas y detalladas sobre las correlaciones gráficas de la palabra. Descubrimos, en civilizaciones desaparecidas, sistemas gráficos que dan testimonio de una reflexión sutil sobre el lenguaje, de una distancia entre el signo y la cosa representada, que presupone un simbolismo sumamente desarrollado.

La escritura maya, aún no descifrada, parece haber sido propia de los sacerdotes; haber estado relacionada con los cultos y con toda una ciencia fundada en un concepto cíclico del tiempo, y formando, en su conjunto (¿jeroglífico o alfabético?), según J. E. Tompson, una «sinfonía del Tiempo». En la escritura enigmática de la isla de Pascua, quiere ver Alfred Métraux una serie de recordatorias para los cantores.

Barthel observa que los 120 signos de este sistema de escritura dan pie a 1500 ó 2000 combinaciones. Y, entre estos signos (personajes, cabezas, brazos, animales, objetos, plantas, dibujos geométricos), algunos constituyen verdaderas imágenes; la mujer es representada por una flor; una persona que come expresa la recitación de un poema: colmo de la reflexión sobre las funciones estéticas, mágicas, religiosas y creadoras del lenguaje.

El proceso de elaboración y de clasificación de las cuatro etapas de la escritura de los dogones nos ofrece también un turbador ejemplo de conciencia sutil del lenguaje diferenciado. «Ésta participación del lenguaje en el mundo, en la Naturaleza, en el cuerpo, en la sociedad —de la que está, empero, prácticamente diferenciada— y en sistematización compleja, constituye tal vez —escribe Julia Joyaux— el rasgo fundamental de la concepción del lenguaje en las sociedades llamadas primitivas…». Lo cual equivale a decir que la lingüística de los pre-civilizados es una lingüística de alta civilización.

Y ahora se plantea una cuestión. Stonehenge, como otros monumentos megalíticos, fue una construcción compleja, expresión e instrumento de conocimientos matemáticos y cosmogónicos, testimonio de una cultura. Siendo así, ¿cuál fue el lenguaje de esta cultura? ¿Cabe presumir que careciese de escritura, de correlativo gráfico, si nos dejó un vestigio tan evidente de correlativo arquitectónico? Sin necesidad de plantear la cuestión en un plano general, la simple consideración de las necesidades técnicas nos obliga a aceptar la idea de que hubo una escritura. Pues, a fin de cuentas, ¿cómo se habrían podido efectuar cálculos tan importantes, y dirigir operaciones de transporte de un material enorme y de innumerables brigadas de obreros a través de varios centenares de kilómetros, y organizar otras tan importantes, si se hubiese carecido de escritura? Pero ¿cómo no queda de ella algún vestigio? Tal vez las huellas se borraron en el curso de los siglos, ante la absoluta indiferencia de los habitantes de aquellas regiones. Atkinson presume que los instructores-constructores vinieron de Creta.

¿Utilizaron, quizá, para fijar los signos, materiales perecederos? Pero la escritura sobre tablillas de arcilla era a la sazón desconocida, y los maestros de obras disponían de piedras y de madera en abundancia. Tal vez conviene más imaginar que, como dice la tradición bambara, «el hombre áfono se remonta a la edad de oro de la Humanidad», y que los constructores, pertenecientes a alguna casta sacerdotal, iniciados y técnicos a un mismo tiempo, realizaban mudas operaciones mentales, que se transmitían por algún medio telepático. O que procedían a sutiles registros del pensamiento sobre materiales orgánicos o cristales especialmente preparados. O, en fin —y en correspondencia con lo que sabemos de los tabúes de lenguaje en el mundo antiguo—, que los maestros mantuvieron secretas las palabras e invisibles los signos necesarios para la edificación y el funcionamiento de aquellas colosales máquinas-templos.

Pero aunque las palabras y la escritura de los maestros permaneciesen ocultas, la ejecución de los trabajos debió de requerir signos, una escritura secundaria, una escritura visible que se ha desvanecido. Si ésta existió, fue tal vez empleada por los arquitectos como una simple necesidad de intendencia, como un producto inferior del conocimiento secreto, el cual carecía de vehículo visible de comunicación.

Bernard Shaw, en una de sus obras, pone en escena a César. La Biblioteca de Alejandría está ardiendo. Un personaje dice que la memoria de la Humanidad va a desaparecer. «Déjala arder —responde César—. Es una memoria llena de infamia». El amo del mundo no expresa, con estas palabras, desprecio del conocimiento, sino más bien una idea, de los Antiguos, según la cual, el lenguaje escrito no era más que un sucedáneo del verdadero saber registrado en las regiones superiores de la mente, depositado en la silenciosa memoria de los iniciados.

Platón, en Timeo, declara:

«Ardua tarea es descubrir al autor y padre de este universo, y, una vez descubierto, es imposible darlo a conocer a todos los hombres».

En, Fedro, refiere una fábula egipcia contra la escritura, cuyo empleo desacostumbra a los hombres a ejercitar su memoria y les obliga a depender de los signos. Los libros, dice:

«Se asemejan a los retratos, que perecen vivos pero son incapaces de responder una palabra a las preguntas que se les formulan».

Clemente de Alejandría afirma:

«Escribir todo un libro es poner una espada en manos de un niño».

Ésta idea fundamental de la remota antigüedad volvemos a encontrarla, como observa Jorge Luis Borges, en el texto evangélico:

«No deis las cosas santas a perros ni arrojéis vuestras perlas a puercos, no sea que las pisoteen y revolviéndose os destrocen».

Ésta máxima es de Jesús, el maestro más grande de la enseñanza oral, que sólo una vez escribió en el suelo unas palabras que nadie leyó. ¿Es Stonehenge el monumento de una cultura superior, primordial y, por ello, independiente de todo vehículo visible, carente de signos gráficos de comunicación? La escritura podría representar una caída en el exoterismo, un producto secundario del lenguaje del conocimiento, un vehículo de enseñanzas accesorio para uso del común de los mortales. Sin embargo, la escritura visible fue necesaria para aquellas grandes obras.

El profesor Glyn Daniel, en un artículo publicado en el Observer de septiembre de 1964, observó que el traslado de las enormes piedras de la región de Pembrokshire a la llanura de Salisbury debió plantear delicados problemas de logística, y que toda la operación debió efectuarse de acuerdo con planos, instrucciones escritas, órdenes y proyectos. Formuló la hipótesis de mapas y planos dibujados sobre pieles o tablillas de madera. Es asombroso que, salvo Glyn Daniel, ningún prehistoriador parece haberse planteado esta cuestión.

Podríamos fundar otra hipótesis en los «quipus», o cuerdas anudadas que fueron descubiertas en el Perú y que, según se cree actualmente, servían para la transmisión de indicaciones numéricas. Unos nudos complejos pueden servir para representar números e ideas. Sabemos muy poco acerca de estas cuerdas anudadas, como tampoco de las «escalas de hechiceros» del sur de Italia o de sus semejantes de los Países Bajos, que, según la tradición mágica, servían para «anudar o desligar el viento». Si la escritura práctica de Stonehenge fue de este tipo, la tierra húmeda de Salisbury debió de destruir sus huellas desde hace miles de años.

Por último, podemos imaginar una escritura que fuese demasiado pequeña o demasiado grande para ser percibida: algo parecido al micro-punto que empleamos para los mensajes secretos, o a signos inmensos trazados en el paisaje. ¿Una manera de saber hacer sin saber decir? ¿Encontraremos un día algún vestigio de la escritura perdida y nos remontaremos, gracias a ella, al gran lenguaje de los orígenes? Heródoto refiere un experimento de Psamético, rey de Egipto, que hizo criar a dos niños, desde su nacimiento, sin el menor contacto con lenguaje alguno.

La primera palabra que pronunciaron estos niños fue «pan», en frigio, y el rey sacó la conclusión de que el frigio era más antiguo que el egipcio y había sido la lengua ya formada que había recibido el hombre. Vemos, pues, que el enigma del lenguaje nos acosa desde siempre, desde el rey de Egipto hasta Lévi-Strauss, el cual sostiene que:

«El lenguaje sólo pudo aparecer de golpe…, efectuándose un paso brusco de una fase en que nada tenía sentido, a otra, en que todo lo tenía».

¿Hubo, pues, para todos los hombres, un gran lenguaje original, cuyo verbo inicial reveló la naturaleza de las cosas, su verdadero nombre y su función en la armonía universal? ¿Y se escribió el Baile de los Gigantes sobre la música de este gran lenguaje?