Diciembre de 2020
Por Germán Lev
Las plataformas digitales han aumentado de forma exponencial en la última década debido a la democratización de la banda ancha de internet, que, prácticamente, ha llegado a todos los rincones del planeta. En tan sólo algunos años, la televisión, considerada históricamente el medio de comunicación más poderoso del mundo, ha visto mermada sus fuerzas y perdido su potencial de alcance frente a los nuevos medios digitales que han surgido con la llegada de la red.
Uno de los casos más emblemático para analizar es la plataforma de YouTube; creada por tres exempleados de PayPal en 2005 y adquirida por Google un año más tarde. YouTube es el segundo sitio web más visitado del planeta sólo por detrás del motor de búsqueda Google. Con más de 500 horas de contenido por minuto que se suben a su plataforma y más de 2.000 millones de usuarios registrados —sólo por detrás de Facebook—, YouTube recibe unos ingresos anuales estimados en 15 mil millones de dólares. A estos impresionantes números hay que añadirle que, en el 2020, la plataforma le ganó la pulseada a su contendiente televisivo, puesto que, según las estadísticas de Google, los usuarios invierten alrededor de 84 minutos más de media general consumiendo contenido en YouTube que frente al televisor.
Desde sus inicios, la plataforma de videos fue un medio que favoreció todo tipo de formatos audiovisuales, desde vlogs, películas, videos musicales, documentales, cortos, entrevistas, contenido académico de divulgación, magazines, entre una larga lista de géneros. Por otra parte, si algo destacó en sus primeras etapas a YouTube, fue una amplia democratización del uso de su plataforma, sentido común y público heterogéneo. YouTube se encuentra disponible en más de 91 países y se encuentra perfectamente funcional en al menos ochenta idiomas distintos; lo que representa un 95% de la comunidad total de internet. Sin embargo, muchos de estos factores y características que fomentaban la libertad de expresión dentro de la comunidad se han ido recortando desde 2016 debido a los severos estatutos que rigen los derechos de autor y al interés de los gobiernos globalizados por legislar y controlar el contenido que circula por la red.
Esta problemática se ha ido acentuando, sobre todo, por la inmigración a la plataforma de las grandes marcas y medios hegemónicos líderes del entretenimiento y de la comunicación, que han presionado a los desarrolladores y programadores para que YouTube sea más severa con los usuarios tradicionales en lo referente al uso de contenido de terceros.
La publicidad que circula en los videos de YouTube son la razón de ser del medio y de los creadores de contenido profesionales, que viven gracias a los ingresos que los anuncios les proporcionan. Pero, en los últimos cuatro años, el mundo ha dado un giro de timón y ha virado hacia sociedades cada vez más políticamente correctas, integradoras y mimetizadas las unas con las otras; lo que ha forzado a YouTube –mediante un cambio en sus algoritmos- a premiar los contenidos aptos para todo público, también llamados family friendly, mientras, por el otro, a castigar los contenidos no aptos para el público general; como aquellos que involucran contenidos racistas, antisemitas, opiniones políticas radicales o contenidos considerados ofensivos o sexuales. En otras palabras, el contenido audiovisual políticamente correcto y amigable con el prójimo es es el que quieren las grandes marcas y, por lo tanto, el que la plataforma incentiva a crear y compartir por la comunidad.
Las tendencias de megaplataformas como YouTube o como Facebook —especialmente a partir del 2019— son cada vez más evidentes para los usuarios que consumen sus servicios a diario; mediante sus algoritmos, estas plataformas hegemónicas han implementado un sofisticado sistema de ingeniería social donde se aplican premios y castigos al contenido de los usuarios, obligando a éstos con el correr del tiempo, a ser más cuidadosos con el materia audiovisual que comparten.
En el caso de YouTube, las consecuencias de estas mecánicas se ven reflejadas en el trato que los propios creadores de contenido le están dando a sus canales; donde, cansados de no poder publicar ciertos videos o de no poder monetizarlos, terminaron por autoregular o recortar su propio contenido con la expectativa de ser recompensados y de alcanzar así a un mejor posicionamiento con sus videos, y, en consecuencia, tener mayores visualizaciones y una mejor remuneración. De otra manera, de atentarse contra las medidas deseadas por la plataforma, se corre el riesgo de que el video entre en la categoría de restricción de edad en caso de que haya malas palabras, violencia o contenido obsceno, etiquetado como Fake News en caso de ser contenido de información alternativa disidente y restringido en alcance, o, en los casos más extremos, ser directamente censurados y ocultados del ojo público.
Por todas estas razones son que plataformas como YouTube o Facebook se han vuelto el blanco de millones de reclamos por parte de la comunidad de usuarios que utilizan estos medios como entretenimiento o como forma de ganarse la vida; debido a la censura deliberada y arbitraria que sus plataformas están tomando frente a algunos contenidos alternativos que se comparten o ante opiniones que no reflejan la simpatía de las mayorías.
YouTube se ha vuelto un poderoso medio de comunicación en sí mismo, en el que, sin embargo, cada vez hay menos lugar para los pequeños canales informativos que intentan ofrecer un contenido propio, subjetivo y en ocasiones alternativos al discurso dominante de los grandes medios de comunicación históricos. Es curioso ver cómo los grandes medios de información y de entretenimiento han migrado a YouTube, implementando —en el grueso de los casos— la ley del mínimo esfuerzo, replicando el contenido televisivo más relevante como espejo en la plataforma. Contenidos en ocasiones levemente adaptados o segregados en varias partes o capítulos, con el fin de conseguir un mejor posicionamiento en las tendencias de videos más vistos. Por lo que, poco a poco y de manera muy torpe, YouTube se está transformando en un remanente del contenido televisivo de los grandes multimedios, a la vez que pierde miles de usuarios activos al día por sus estrictas políticas.
Las estadísticas son esclarecedoras; quienes más consumen YouTube son personas que van en un rango de edad desde los 19 a 49 años; que, por otra parte, no están especialmente animados a consumir el contenido reciclado de la TV en la plataforma. Mucho menos los nativos digitales, que pasan de los medios tradicionales que, en la mayoría de casos, nunca pudieron conectar con su generación. Por lo tanto, en esta reñida encrucijada se está produciendo un doble fenómeno que es muy curioso de apreciar: por un lado, está la migración en masa de los medios históricos de comunicación hacia YouTube, mientras que, por el otro, existe la salida de millones de usuarios de la plataforma y el éxodo hacia otros medios similares que cuentan con políticas más permisivas y claras, como los casos de Twitch, Vimeo, Lbry o BitTube.
La televisión, por su parte, está yendo hacia una pendiente negativa que parece augurar un inminente declive. Según un estudio realizado por LG Electronics Argentina, el 90% de personas mayores a 65 años consume habitualmente contenidos televisivos a nivel mundial, mientras que, quienes integran un rango de edad menores a 20 años lo hace en un 47%. En Argentina, quienes más miran televisión son las personas mayores a 50 años, que consumen diariamente un promedio de 3,3 horas diarias. Estos números se traducen en las distintas programaciones televisivas, que se ven anticuadas, poco creativas y que nada tienen que hacer ante las producciones de excelencia que se pueden ver en los distintos servicios de streaming por suscripción como Netflix o Amazon Prime Video, por poner dos ejemplos de plataformas que supieron reinventar el mercado del entretenimiento.
Los contenidos televisivos mejor valorados por el público a nivel mundial suelen ser los eventos deportivos en directo y los contenidos informativos en vivo. En este sentido, la televisión todavía tiene una clara ventaja sobre su competencia digital que se encuentra más diezmada. Pero lo cierto es que nunca antes en la historia, como en la coyuntura actual, fue tan sencillo acceder a la información y a bibliotecas enteras de conocimiento gratuito. Sin embargo, en contrapartida, jamás fue tan fácil infoxicarse hasta escupir la bilis —intoxicarse de sobreinformación—, caer en las telarañas de las noticias falsas que circulan por todo internet, o ser susceptible de ser manipulado junto a la opinión pública a través de la ingeniería social que implementan muchas veces las distintas redes sociales para sacar tajada sobre los más diversos acontecimientos.
Por su parte, Google y Facebook han sido señalados por algunos ingenieros organizados de Silicon Valley, entre los que se encuentran Justin Rosenstein —creador del botón “Me gusta”— o Tristan Harris —exdiseñador de ética de persuasión en Google—, como canales directos “para manipular sociedades enteras con una precisión sin precedentes”. La agrupación de especialistas que conforman la alianza sin fines de lucro de Center of Human Technology (Centro para la tecnología Humana) se encargan de denunciar las técnicas de las distintas compañías para “secuestrar mentes”. La conclusión de la agrupación de tecnócratas es inquietante, puesto que consideran que las nuevas tecnologías brindan eficaces herramientas para favorecer la manipulación mediática de la opinión pública. Al respecto, sobre las diferentes plataformas que dominan la red, mencionan:
“Desafortunadamente, lo mejor para captar nuestra atención no es lo mejor para nuestro bienestar: Snapchat convierte las conversaciones en ‘rayas’, redefiniendo cómo nuestros hijos miden la amistad; Instagram glorifica la vida de la imagen perfecta, erosionando nuestro valor propio; Facebook nos segrega en cámaras de eco, fragmentando nuestras comunidades; YouTube reproduce automáticamente el siguiente vídeo en cuestión de segundos, incluso si eso afecta a nuestro sueño”.
Un ejemplo claro del tipo de manipulación y persuasión que se le puede dar a una plataforma de envergadura, es, por ejemplo, el que se dio en el mediático caso de Cambridge Analytica, que en 2016 utilizó los datos privados de al menos 50 millones de usuarios en Facebook -valiéndose de presuntos puntos ciegos en las normativas de la plataforma de Mark Zuckerberg- para acceder a la información de los perfiles de los votantes y estudiar sus comportamientos; aplicando estrategias de marketing político -según los comportamientos y gustos de los usuarios analizados- con el propósito de alterar sus intenciones de votos a favor de Donald Trump durante las elecciones de ese mismo año.
Cambridge Analytica fue creada en 2013 por la compañía británica Strategic Communication Laboratories (SCL) para operar en múltiples elecciones del Continente Americano; a su vez, SCL se desarrolló a partir de Behavioral Dynamics Institute (BDI) en Londres, donde según su propio discurso es «el principal centro internacional de excelencia para la investigación y el desarrollo de la persuasión y la influencia social”.
En unas grabaciones encubiertas realizadas por periodistas de la cadena británica Channel 4 que trascendieron a la opinión pública, el consejero delegado de Cambridge Analytica, Alexander Nix, delata el papel de la corporación en la operación:
“Hicimos toda la investigación, todos los datos, todos los análisis, toda la orientación, nos encargamos de toda la campaña digital, la campaña de televisión y nuestros datos sirvieron para establecer toda la estrategia”.
El equipo detrás de la compañía de marketing político creó cientos de blogs, webs y campañas de publicidad persuasivas y convincentes destinadas a los perfiles de Facebook estudiados, con el único propósito de manipular el comportamiento de los usuarios; que consiguieron con sobrado éxito.
En el siglo XX, el propagandista y sobrino de Sigmund Freud, Edward Bernays, escribió en su libro Propaganda:
“Quienes nos gobiernan, moldean nuestras mentes, definen nuestros gustos o nos sugieren nuestras ideas son en gran medida personas de las que nunca hemos oído hablar. Ello es el resultado lógico de cómo se organiza nuestra sociedad democrática. Grandes cantidades de seres humanos deben cooperar de esta suerte si es que quieren convivir en una sociedad funcional sin sobresaltos”.
Bernays, quien fue un publicista de éxito y el asesor de varios presidentes estadounidenses como Eisenhower, Roosevelt, Hoover o Coolidge, también mencionó:
“En nuestra organización social actual, la aprobación del público resulta crucial para cualquier proyecto de gran calado. De ahí que un movimiento digno de todos los elogios pueda fracasar si no logra imprimir su imagen en la mente pública. La beneficencia, así como los negocios, la política o la literatura, han tenido que adoptar la propaganda, pues hay que disciplinar al público para que gaste su dinero del mismo modo que hay que disciplinarlo en la profilaxis de la tuberculosis”.
El discurso hegemónico, en conjunto con un contundente bombardeo de información persuasiva constante, tienen el poder de influir y modificar las conductas de un grupo social ante determinados circunstancias o acontecimientos. Por esta razón es preciso que la sociedad tenga una mirada crítica sobre los medios de comunicación, así como un conocimiento profundo sobre los desarrollos de las nuevas tecnologías emergentes y los agentes que las controlan; como, por ejemplo, el funcionamiento puntual de los algoritmos utilizados en los distintos dispositivos electrónicos o plataformas, las patentes aprobadas que podrían utilizarse en un futuro cercano en artefactos tecnológicos, así como también un mayor conocimiento sobre la inteligencia artificial, que sin duda, será con el correr de los años cada vez más relevante y omnipresente en el sistema. Todos estos conocimientos deben tenerse presente con el fin de que el gran público no vea atacados sus derechos y valores intrínsecos, y para que en las comunidades sociales se respete y se goce de una auténtica libertad democrática.